Autor: Ximo Campana
España,
las Españas, tienen por delante un futuro muy gris si los dioses no
lo remedian inspirando a los ciudadanos .
A
estas alturas de la película no negaremos que hemos alcanzado
ciertos, minúsculos, avances democráticos (aunque solo sean
formales) pero seguimos arrastrando atavismos sin cuento; atavismos
sociales, económicos y políticos que lastran cualquier intento de
avance.
¿No
tenemos otra opción que confiar -ciegamente- en las supuestas
capacidades y la hipotética lucidez de unos primates
políticos
a
la hora de plantear e implementar reajustes en el sistema?
Sinceramente,
no. Han venido demostrando estar, los unos y los otros, por la
implantación de un cesarismo
político, primando
sus intereses frente al interés común.
La
única salida, para evitar ese cesarismo,
está
en el sellado de la brecha de desigualdad, sin menoscabo de las
concretas libertades ciudadanas y sin caer, personas y partidos,
en
el populismo;
un populismo que convierte a los ciudadanos en simples compradores de
promesas electorales y carne de cañón de las ¿ideologías?
En
las Españas tenemos un problema irresoluto: ¿cómo reorganizar la
acción colectiva, en la búsqueda del bien común, respetando y
profundizando el sistema democrático?
En
Las Españas, tozudamente, hemos venido repitiendo una y otra vez
esquemas del pasado. Unos esquemas que van del cesarismo hacia la
oligarquía para regresar al cesarismo en un movimiento del péndulo
que, en los últimos lustros, ha venido siendo dinamizado por el
flujo-reflujo de las mayorías.
Democracia
es gobernar, no gobernabilidad, que hay una abismal diferencia entre
una u otra. La política debe ser gobernada por la voluntad popular
libremente expresada. Para que esto sea posible en una sociedad tan
heterogénea, y en la que la desigualdad ha alcanzado cotas
insoportables, es preciso explorar nuevas fórmulas de representación
que se traduzcan en herramientas y mecanismos de decisión directa.
En
las Españas, cada vez que se ha hecho un intento de cambio, hemos
tropezado, continuamente, con esquemas del pasado -más vale malo
conocido que…- y, según estos esquemas, la democracia empieza y
termina en la votación: en las convocatorias electorales, el acto
electoral de acudir a las urnas es el referente único que agota todo
lo demás.
Los
politólogos
-los
dictadores
del pensamiento- no paran de segregar, con una concepción
minimalista, teorías y análisis sobre estereotipos: unos paradigmas
que, a todas luces resultan obsoletos y caducos.
Los
politólogos,
siguen machacando tozudamente sobre el mismo hierro: la concepción
minimalista de un liberalismo - mal entendido y peor asimilado - que
considera que la democracia empieza y termina en el acto de elegir a
aquellos que gobernarán, olvidando la legitimidad
de ejercicio; una
legitimidad que se
adquiere
con el cumplimiento del programa que ofertaron durante campaña
electoral.
Los
politólogos
se
justifican aduciendo que hay que descargar a la democracia de
excesivas responsabilidades, que el problema del bienestar social, de
redistribución de la riqueza, etc. hay que dejarlo en manos del
mercado
-¿político
o económico?-.
Para
los minimalistas
políticos el asignar a la democracia la responsabilidad de
solucionar todos los problemas es un exceso,
y
que hay que restringir toda la participación ciudadana a unas
elecciones periódicas.
Nada
de Estado y menos sociedad: todo en manos privadas y un Gobierno
-turnante- de tecnócratas
que
se dedique a segregar norma tras norma reguladora, básicamente para
la acción económica, obviando cualquier acción social.
Por
otro lado tenemos a los partidarios de la acción directa.
Para
ellos la concepción liberal-minimalista lleva a una aponía:
incapacidad para tomar las riendas de los problemas sociales; una
incapacidad que lleva a la esterilidad y al triunfo del interés
privado sobre el común.
Montesquieu:
“la noción aristocrática de la democracia nos lleva a la
contención del poder; un poder que tiene precedencia sobre la
soberanía”.
Rousseau
(¿lo subscribiría Marx?): “si la democracia no cursa hacia una
modificación de la estructura se queda en simple instrumento
prescindible”
Los
politólogos -muy versátiles ellos -no se han dado cuenta, no se
quieren dar cuenta que esa polarización no es otra cosa que el
producto de un error conceptual: los problemas de la democracia
representativa son mucho más profundos.
Plantean,
los politólogos, una falsa disyuntiva, una falacia: democracia como
aristocracia electa versus la posibilidad de una auténtica
representación democrática.
La
falacia, la trampa que plantean los politólogos al uso, es una falsa
disyuntiva: si la democracia no es capaz de resolver los problemas de
la sociedad, solo quedan dos salidas: o se hegemoniza, por medio de
un cesarismo de
aristocracia
política –la
casta-,
o
se deja a un lado la democracia como sistema, para implantar la
autarquía tecnocrática.
Parece
que hoy impera aquello que la
mano
negra, política
y económica, siempre ha deseado. La democracia -cualquier democracia
no formal- como facilitadora de aquello que demanda la sociedad no es
aceptable para las élites económicas y políticas, por lo que
intentarán limitar y reconvertir la democracia mediante diques de
contención ante cualquier reivindicación. O lo que es lo mismo:
aspiran a una democracia puramente formal.
¿Existe
alternativa?
Si
partimos del principio
que
dice que la representación es la única forma viable para construir,
afianzar y consolidar la democracia como sistema en el que los
ciudadanos pueden involucrarse sólo a través del voto, partiremos
de una ficción, ya que existen otras formas de acción política
por parte de los ciudadanos y que no pasan, precisamente, por los
partidos políticos convencionales y en las que entran en juego
organizaciones ciudadanas no partidistas: asociaciones profesionales,
de familias, culturales, etc.
como
los cuerpos intermedios, la subsidiariedad, la autogestión,… que
deben de tener papel predominante en la decisión política.
Nuestro
sistema de participación democrática
es
una de las formas, no la única, de intermediación, que debe de ser
rediseñada para que la influencia de los ciudadanos (individual o
colectivamente) en la acción legislativo-normativa, a cualquier
nivel, pueda alcanzar mayores y mejores cotas, para evitar que todo
quede albur de los intereses de la aristocracia política: la
partitocracia y sus aliados.
Si
tenemos en cuenta la heterogeneidad social, la mejora de la calidad
de la representación debe ser direccionada a una mayor participación
en las políticas públicas: en los planteamientos, en la toma de
decisiones, en el control, etc.
La
calidad de la democracia representativa se mide por el índice de
igualdad -que no igualitarismo-. Los ciudadanos deben de poder
acceder, en igualdad de condiciones e inmediatamente –y sin
mediación alguna-, a la res
pública en
cualquiera de sus niveles: las mediaciones representativas
existentes
deben ser repensadas explorando más allá del camino trillado de la
partitocracia.
Se
deben arbitrar mecanismos de rendición de cuentas, como el
tradicional juicio de residencia.
Se
deben mejorar los mecanismos de la iniciativa legislativa popular,
eliminando toda rigidez normativa y su encorsetamiento formal que,
hoy, la han hecho inoperante.
Se
deben diseñar medios con los que la ciudadanía pueda ejercer un
control -sin mediación partidista y, por tanto, interesada en que no
exista ese control- sobre las actuaciones de la autoridad: un control
efectivo sobre el cumplimiento del contrato que debería ser todo
programa electoral.
Las
políticas practicadas hasta la fecha no han sido direccionadas a la
mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos -desde la salud a
la educación; desde la ciencia a la tecnología e investigación…-
sólo han significado un pírrico avance, y han sido utilizadas esas
políticas a la mayor gloria y beneficio de unos cuantos.
El
desequilibrio, producto del neo-liberalismo, se ha adueñado de todo,
y los políticos han sido incapaces de fijar una agenda de futuro, ya
que están más ocupados y preocupados en su presente y futuro,
profesional, de cambios reales y realistas. Unos cambios de los que
surjan instituciones para las que todos los ciudadanos sean lo
primero. Unas instituciones dotadas de instrumentos y procedimientos
eficaces y eficientes, a la hora de hacer valer los derechos civiles
y sociales enmarcados en un contexto de libertades concretas.
Sin
estos cambios no será posible un desarrollo social y económico
sustentable y sostenible en una sociedad democrática. De democracia
efectiva y no solo formal.
El
régimen representativo actual, tal como está definido y diseñado
en la Constitución de 1978, no es el idóneo para modificar el
entramado existente ya que, aun a pesar de la formal existencia de
libertades básicas
y
de elecciones periódicas, el sistema ha quedado bloqueado a la hora
de realizar cambios redistributivos mediante políticas públicas
-fiscales, educativas, laborales, sanitarias….- puesto que su
diseño, elaboración y ejecución ha sido adjudicado en exclusiva a
las mayorías electorales turnantes.
Las
relaciones de poder, fundamentales en los órdenes social, político
y económico, han permanecido y permanecen sin cambios sustanciales,
porque fueron blindadas por una Constitución que se ha venido
vaciando de contenido mediante una serie de leyes y normas: “ustedes
hagan la ley, que yo haré los reglamentos de aplicación”.
La
evolución y el desarrollo de la democracia representativa en las
Españas debería haberse dotado de más contenido, de la mano de la
convergencia de muy diversas ideologías. El reto que se nos
plantea no es otro que la superación de los reduccionismos que sólo
nos lleva a una limitación o eliminación de derechos y libertades,
tan ansiada por los poderes económicos. Unos poderes muy interesados
en ese reduccionismo ya que en ello va su beneficio.
Existe
una necesidad perentoria de ir a una redefinición de la democracia
representativa mediante un proceso constituyente.