Ecología

martes, 14 de abril de 2020

La II República y el carlismo


Autor: Manuel Fernández de Sevilla
Publicación: El Obrero.es
La II República fue el resultado del plebiscito democrático desarrollado el día 12 de abril de 1931. Aunque la mayor parte de los votos apoyaban las candidaturas conservadoras, que ganaron en el mundo rural, en la mayoría de las capitales triunfaron las candidaturas republicanas. Equiparar los votos emitidos en el campo a los de las ciudades, y darle la misma validez democrática es un grave error que algunos cometen.
Un sistema caciquil de más de 40 años que había logrado instaurarse tras la derrota del carlismo en 1876, que tenía por costumbre el pucherazo electoral, donde votaban los difuntos, y donde se amedrentaba a los braceros y trabajadores con la exclusión laboral si no votaban a los caciques monárquicos alfonsinos, perduró hasta el día 14 de abril de 1931, día que oficialmente se proclamó la República. Lo que acontecía en el campo, en el mundo rural controlado por los caciques conservadores, no puede traducirse su representación como libre y democrática, sino como un elemento de involución coactiva y coercitiva que imponía el voto a los jornaleros, braceros y campesinos sin tierras, para que votasen por los caciques conservadores, que iban de monárquicos y que les daba igual la justicia social.

La falta de justicia social y la inexistente distribución de la riqueza por lo que se había caracterizado el régimen monárquico alfonsino español desde Isabel “II” a Alfonso “XIII”, señala la dejación de la realeza en las funciones que el pensador tradicionalista Hillarie Belloc justificaba para la defensa del “distributismo”, completamente inexistente en la sociedad clasista liberal burguesa conservadora. Belloc afirmaba que “la misión de la realeza es la de someter a los ricos en interés del bien público, en interés de todos”. Pero la Dinastía Borbón de la que era heredero Alfonso “XIII” y hoy día Felipe “VI”, nada tenía que ver con la monarquía justiciera que defendía este pensador. El Carlismo decimonónico se batió en duelo contra los liberales en el campo de batalla defendiendo esta visión de la monarquía justiciera, foral y comunalista, pero fue derrotado y aniquilado en el campo de batalla tras tres guerras carlistas que van desde 1833 hasta su derrota en 1876.
José Luis Villacañas Berlanga, en su libro “Historia del poder político en España”, reconoce el papel del carlismo en su lucha contra el liberalismo burgués industrial capitalista al defender un mundo agrario comunalista. El mismo Pablo Iglesias, dirigente de Podemos, en su twitter del 13 de abril de 2017, expresaba con estas palabras lo señalado por el autor:
El Carlismo como resistencia frente a la revolución (pasiva) burguesa. El viejo orden agrario frente a las impotencias liberales…”
Son muchos los historiadores y pensadores quienes reconocen la lucha carlista anticapitalista, en su afán de preservar las antiguas garantías, llamadas privilegios por los liberales. Este fenómeno desde la perspectiva europea fue más conocida con el nombre de “Socialismo Feudal” por Carlos Marx y Engels dentro del “Manifiesto Comunista”, donde recogía las reacciones de los legitimistas franceses e ingleses hacia el nuevo orden industrial.
Cuando los liberales capitalistas alcanzaron el poder negando el trono a don Carlos María Isidro de Borbón, al proclamar Reina a Isabel “II”, y a su madre doña María Cristina, regente, se estaba acometiendo un proceso de desmantelamiento del Estado en cuanto a lo que hoy reconoceríamos como venta de lo público, privatización del comunal, mediante las desamortizaciones, de lo contrario, ¿cómo se explica la satisfacción de los liberales?
Según Josep Fontana:
el liberalismo moderado que apoyaban la burguesía de las ciudades del litoral y los hombres de negocio que empezaban a surgir en Madrid al compás del incipiente desarrollo de la economía nacional (…) La proclamación de Isabel como heredera de la Corona no fue, pues, el resultado de un mero cabildeo cortesano. La burguesía festejó en todas partes el acontecimiento con singular aplauso.
Ese “singular aplauso” llevaba implícito el proceso privatizador llamado “Reforma Agraria” afín a la burguesía que había tomado el poder a partir del año 1833, para acometerlo sin demora.
Historiadores y economistas son contundentes en sus valoraciones críticas del proceso de deterioro que es más evidente en la transición del Antiguo Régimen al mundo contemporáneo.
No hay duda sobre el nuevo empeoramiento de las condiciones de vida del campesinado, siendo éste el conjunto de sectores sociales compuesto por unidades familiares, tanto de consumo como de producción cuya organización económica y social se basa en la explotación agrícola de la tierra, con independencia de cuáles sean los diferentes modos de tenencia de la misma.
La situación de la forma de la tenencia de la tierra es lo que diferenciaría el Antiguo Régimen del nuevo sistema liberal burgués capitalista, debido a las consideraciones de fondo. Mientras que durante el Antiguo Régimen el factor tierra estaba compartido entre los “dueños de derecho: monarquía, nobleza y clero” y los “dueños de hecho: campesinado”; en el nuevo orden capitalista, los “dueños de hecho” serán desplazados y marginados de la misma, mientras que los “dueños de derecho” obtendrían el nuevo soporte legal del régimen constitucional donde se les reconocía la propiedad privada de los recursos y medios de producción que habían sido comunales, a expensas del campesinado, tal y como reconoce Jordi Maluquer de Motes en su libro “El Socialismo en España 1833-1868”.
La Reforma Agraria liberal en este sentido facilitó el proceso de parcelación de las antiguas tierras comunales, y con ello la expulsión del campesinado, el cual, si quería adquirirlas debía aceptar la nueva realidad constitucional capitalista y endeudarse para tal fin. Pero no todos los campesinos pudieron hacer frente a esta situación porque no tenían dinero, y era muy improbable que pudieran conseguirlo de manos de los prestamistas y banqueros del momento.
La revolución que se estaba gestando era capitalista, lo que explica lo señalado por el profesor Fontana en su libro Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX; 1973: 162:
“… los intereses del campesinado fueron sacrificados y amplias capas de labriegos españoles (que anteriormente vivían en una relativa prosperidad y vieron ahora afectada su situación por el doble juego de la liquidación del régimen señorial en beneficio de los señores, y del aumento de los impuestos), se levantarían en armas contra una revolución burguesa y una reforma agraria que se hacían a sus expensas, y se encontrarían, lógicamente, del lado de los enemigos de estos cambios: del lado del carlismo.”
Por ello el carlismo nació evidentemente contrarrevolucionario y antiliberal. La victoria del ejército liberal en 1876 sobre el bando carlista fue presentada por el jefe de gobierno del partido conservador, Antonio Cánovas del Castillo como “un triunfo de los ejércitos regulares al servicio de un Estado constituido, sobre una guerrilla popular; género este último de resistencia popular en que nunca creyó”, según señala en su libro Jover Zamora, “La época de la restauración, en su pág. 310” . Ello supuso el recrudecimiento de la represión sobre el carlismo, y también llevó aparejado el triunfo de las medidas liberales capitalistas privatizadoras sin oposición alguna.
Las tres guerras carlistas que llevaban como eslogan “Por Dios, por la Patria y el Rey”, tenían por entero una base social adherida a los Fueros y al Comunalismo de base social, de acuerdo al reparto de la tierra entre el campesinado que se batió por Don Carlos por hambre de tierra. Era una reivindicación de fondo que exigía la tierra para quien la trabaja, y rechazaba la privatización egoísta que había supuesto la imposición capitalista. Sin embargo, la configuración “católico-monárquica” que aglutinaba en el carlismo el pensamiento tradicionalista se encontró dirigida a partir de la derrota de 1876 por la corriente burguesa-integrista, representada por Cándido Nocedal y su hijo Ramón Nocedal, quien se esforzó en imprimir al carlismo un exclusivo carácter católico bajo la apariencia de ser un “partido de orden”, con prestigio “burgués” suficiente, con el fin de persuadir a los conservadores situados a la derecha del régimen restauracionista. Aprovechando la unificación italiana, la eliminación de los Estados Pontificios por Garibaldi, daría pie a la denuncia integrista católica nocedaliana, con el intento que católicos del partido conservador de Cánovas del Castillo, se pasaran a la nueva línea fundamentalista cristiana impresa en el carlismo finisecular.
Las tensiones en el seno del carlismo entre integristas y legitimistas, estos últimos leales a don Carlos VII, propició la escisión integrista en julio de 1888, con la salida del partido, de todo un reducto de intelectuales reaccionarios y su diario “El Siglo Futuro”, no obstante, en las bases carlistas, después de la derrota militar y el esperpento representado en el enfrentamiento entre integristas y legitimistas, dio lugar al abandono de una parte de la militancia, debido a la despreocupación de la dirección por los problemas sociales en los que se encontraban. Ese intento de apariencia en dárselas de “partido de orden” ante los intelectuales y conservadores de la sociedad canovista, propició una parte del abandono de la militancia carlista de base que se fue a engrosar las filas socialistas o nacionalistas vascas, ello desvió uno de los principales discursos que había llevado al campesinado a batirse por Don Carlos VII en el campo de batalla.
Rafael García Ormaechea reflexionó que después de 1837: “Se cometió un enorme fraude histórico. Hubo una serie de señores que no habían ejercido jamás ningún derecho dominical, sino la potestad delegada del Príncipe; hubo una serie de señores que mediante informaciones posesorias burlaron la ley, hubo familias nobles que se apoderaron de las tierras de sus colonos, tomaron de una manera inicua aquellas casas y aquellas propiedades que habían venido labrando hacía siglos los nietos de los primeros habitantes de aquellas tierras señoriales… La República tiene que volver por este desafuero; a estos señores que no fueron nunca propietarios, no debe indemnizarles ni las mejoras; bastante benevolencia mostrará con no pedirles cuenta de las rentas que durante un siglo han tomado a los villanos sin derecho (algunos aplausos)” Diario de Sesiones del Congreso núm. 167 pág. 5.640, col. 2.
Siguiendo con el tema de los señoríos al de los asentamientos manifestó su adhesión al criterio socialista: “Bajo mi propia responsabilidad, esta cuestión de los asentamientos, ateniéndome a mi experiencia histórica, no haría propietarios a los labriegos españoles; les haría lo que vamos a hacerles, lo que fueron los viejos colonos de realengo. Al socaire del Estado, los viejos colonos de realengo castellanos -lo he dicho ya- llegaron a cimentar las libertades castellanas”.
Y además indicó así: “Es necesario crear, si no han existido jamás, o restablecer si existieron en fecha remota, esos bienes comunales de las aldeas castellanas. No van a ser solo las caricias de la República para las gentes que viven en tierras andaluzas y extremeñas, tierras profundas, de olivos y de vides, sino también para estas serranías de Castilla, que no están doradas por el mismo sol de Andalucía,sino que son azotadas por la ventisca y por la nieve, y que en medio de cuyos pedregales lucha y vive el humilde labriego de mi tierra para el cual no habría venido la República si no le diéramos también de alguna manera el testimonio de que nos preocupábamos de su suerte”. Diario de Sesiones del Congreso núm. 167 pág. 5.463, col. 1. Pags 329 – 330 libro.
Estos discursos defensores del proceso de recomunalización, de vuelta al orden comunal, defendido por el carlismo en elsiglo XIX, era defendido durante la II República por las fuerzas progresistas socialistas, anarquistas y comunistas de la época, y que sorprende que la llamada Comunión Tradicionalista, nombre dado al viejo Partido Carlista, no hiciese hincapié en aquellas reivindicaciones, y contrariamente a su naturaleza original se posicionara al lado de los “agrarios” conservadores quienes junto a toda la derecha política tenían un discurso capitalista que justificaba el robo del comunal público en el pasado mediante las desamortizaciones. Y nadie paró en señalar el proyecto que tenían las fuerzas izquierdistas durante la II República Española: “restablecer si existieron en fecha remota, esos bienes comunales de las aldeas castellanas”
Es decir, las viejas formulas económico sociales y políticas que el carlismo había defendido desde su nacimiento, estaban siendo nombradas y señaladas por los diputados de las izquierdas, y contrariamente los dirigentes de la Comunión Tradicionalista de la época tuvieron a mal, ignorar estos discursos y mensajes, para pasar a defender ciegamente la supuesta defensa de la religión católica, prestándose al maquillaje que los reaccionarios explotadores capitalistas querían dar a la defensa de sus intereses, que como hemos visto, no era el mantenimiento de la Fe católica, sino del capitalismo y la propiedad privada, modelo e ideas que el carlismo había combatido en todas las guerras decimonónicas anteriores, pero que entre 1932-1939 había pasado a asumir, y aceptar, porque convenía a sus dirigentes políticos, quienes luego aceptaron un hueco en el régimen franquista a excepción de Manuel Fal Conde o el entonces príncipe regente don Javier de Borbón Parma.
Eran desalentadores para la causa del campesinado los discursos de los diputados en las cortes republicanas representantes de la Comunión Tradicionalista de aquellos años, pues nada tenían que ver con el carlismo sino con la defensa del capitalismo y la propiedad privada: José Luis Oriol, quien fue empresario eléctrico y ferroviario; el Conde de Rodezno; Lamamié de Clairac; Joaquín Beunza, hicieron causa común con los diputados del partido agrario, defendiendo los intereses de la propiedad privada, quienes esgrimían antes de la guerra del 36, “la revisión y la civilización cristiana”. Hasta el punto que los agrarios como Royo Villanova afirmaba en cortes: “Soy agrario y por ello defiendo la Religión…” al objeto de ganarse el apoyo de los tradicionalistas, quienes defendían intereses corporativos y privados asumiendo el sistema capitalista. Cuando se referían a “la revisión”, se trataba del rechazo a las propuestas socialistas que tenían la intención de devolver el comunal que venía siendo privatizado desde el año 1833 con el triunfo de la revolución burguesa por la derrota militar del carlismo durante el siglo XIX. Contrariamente, los diputados tradicionalistas entre los años 1931-36 defenderían intereses económicos contrarios a las bases que representaban, bases instrumentalizadas y movidas por la Fe católica.
Quedaba clara la instrumentalización de la supuesta defensa de la religión católica que movía por aquel entonces a la masa proletaria en defensa de intereses contrarios a su causa y bienestar social, pues no les dejaba ver más allá, ni siquiera los discursos más moderados existentes entre los izquierdistas. El propio Julián Besteiro afirmaría: “No temamos ni pensemos en la obsesión del socialismo de Estado, que con todos sus medios de coacción, fuerza a los ciudadanos a adoptar una forma determinada de propiedad: ese socialismo no es nuestro”… “qué es lo que nosotros pedimos? Pues nada más que el Estado se preocupe de ir gradualmente socializando la propiedad” págs 185-204 libro El boicot de la derecha a las reformas de la II República.
Si la derrota del carlismo en 1876 significó la imposición del sistema burgués capitalista con la privatización de los recursos comunales y públicos, la parcelación de las tierras, el reconocimiento de la deuda nacional, la instauración de la monarquía burguesa conservadora y caciquil; la derrota de la II República significó la instauración del régimen franquista que mantuvo la propiedad privada hasta tal punto que supondría finalmente el final del campesinado y la muerte del mundo rural, al impedir el desarrollo de los comunales, no solo en el mundo rural sino también en el urbano. El Partido Agrario aspiraba al latifundio monopolista capitalista de propiedad privada, y por tanto a la expropiación de los recursos del campesinado, imposibilitándole el acceso a la tierra.
Si el carlismo no fue hábil buscando amigos y aliados, fue por un lado, por la agresividad antirreligiosa que se daba entre algunas organizaciones radicales izquierdistas, las cuales en mayo de 1931 habían favorecido con sus encendidos discursos la quema de iglesias y conventos.
La derecha capitalista sagazmente se percató de la situación al observar como asimilaba la masa carlista tales acontecimientos, de manera que a la hora de guarnecer y vigilar para hacer cumplir la paz social, preferían enviar a la policía y a la guardia civil para custodiar las instituciones y medios de comunicación y prensa derechista, dejando a las iglesias y conventos completamente desguarnecidos. Ello aseguraría la adhesión de la masa carlista a ser más proclive a defender con su voto las candidaturas electorales derechistas e irse alejando de las organizaciones izquierdistas, hasta el punto de romper con los nacionalistas vascos.
El carlismo que había apoyado el desarrollo autonómico en Catalunya, el País Vasco y Navarra, posibilitando los Estatutos de Nuria y Estella, respectivamente, se encontró en el año 1935, bajo una deriva ultraderechista, integrista fundamentalista partidaria del sistema capitalista y el centralismo. Un carlismo desfigurado, completamente deformado, que venía a defender intereses políticos y económicos ajenos, y todo ello aceptado por unas bases angelizadas, buenistas y cándidas que se conformaban con la restauración de la Fe católica y la bandera roja y gualda. Lo que se ha llamado la “angelización del carlismo”, posteriormente.
La falta de diálogo llevó a la cruenta guerra civil y a la sangrienta represión durante la guerra civil, 40 años de dictadura franquista, que el carlismo, rechazó desde agosto del año 1937, cuando el franquismo militar impuso el decreto de unificación en agosto de 1937 a carlistas y falangistas. No obstante, el carlismo y el Partido Carlista se había declarado contra la dictadura primorriverista y a favor de la II República. Así lo manifestaba José María Zavala en 1976, en su libro “Partido Carlista” págs 23-24 “La declarada beligerancia de don Jaime y de toda la base del Partido contra la dictadura de Primo de Rivera, desde su nacimiento en 1923, provocó una dura reacción del nuevo régimen, que quedaría plasmada en una represión con cierre de locales del Partido y detención de militantes.
Al proclamarse la República en 1931 don Jaime, fiel como siempre a su espíritu democrático, da un manifiesto en el que acepta la voluntad popular e insta a su Partido a que colabore con la República, a fin de lograr la “gran federación de nacionalidades ibéricas”, llegando incluso a aceptar la bandera tricolor si es que ésta es implantada definitivamente para el país mediante la oportuna decisión de los representantes legítimos del pueblo”. Y por ello, los carlistas participarían en la elaboración y desarrollo de los Estatutos de Estella el 14 de junio de 1931 que englobaba los territorios Vasco-Navarros y de Nuria para Catalunya en el año 1932. Pero la muerte de don Jaime de Borbón, significó el reconocimiento de don Alfonso Carlos como heredero y representante dinástico, quien era hermano de Carlos VII, de ideología cercana al integrismo, tanto que llegó atener algún secreto enfrentamiento con su propio hermano, quien lo desplazó del escenario durante la III guerra carlista, en la que don Alfonso Carlos había llegado a ostentar la jefatura militar máxima de los carlistas catalanes.
La ancianidad del nuevo Rey y, especialmente, su ideología, hicieron mucho más fácil la labor de infiltración de la derecha en el carlismo. Un acto celebrado en la Plaza de toros de Pamplona significó el retorno de integristas, mellistas y colaboracionistas de toda laya, al Carlismo y el subsiguiente e inmediato control de la dirección política e ideológica del Partido”, pág 25 “El cambio sufrido por el Carlismo fue radical. De aceptarse la República, se pasó a conspirar contra ella; de la construcción de un carlismo liberalizador, se pasa a desenterrar textos de Aparisi y Guijarro y de Mella; de la antigua colaboración con anarquistas para derribar la Dictadura a formar cuadros paramilitares patrocinados por las derechas para destruir la República”. Los responsables de ese cambio, fueron los dirigentes por aquel entonces de la Comunión Tradicionalista, más proclives a defender los intereses capitalistas de la propiedad privada en nombre de la religión católica.
Cuando el gobierno de la recién instituida legalidad republicana impone a los terratenientes la contratación de braceros y jornaleros locales, prohibiendo la contratación de los foráneos pertenecientes a otras localidades, que vendían su mano de obra mucho más barata, los terratenientes se molestaron con la II República, y pasaron a boicotear sus medidas sociales, para favorecer el descontento popular. La II República quería favorecer una dignidad y seguridad en las condiciones laborales y salariales, y la reacción de los sectores caciquiles conservadores fue promover el boicot contra dichas medidas legales que pretendían establecer la justicia social distributiva.
Cuando el gobierno republicano decreta la necesidad de poner a disposición de la producción agraria todas las tierras que estaban en manos de los terratenientes, la reacción de los latifundistas, para evitar la bajada del precio de los cereales que guardaban de las cosechas anteriores, fue encalar,con cal viva, las tierras fértiles que poseían desde las desamortizaciones decimonónicas, para evitar su uso, dejando a miles de braceros y jornaleros sin posibilidad de acceso a la tierra, ello radicalizó al campesinado sin tierras que se enroló en la CNT, FAI, y en la UHP.
Cuando se tira en contra de la II República se hace por ignorancia, ¿acaso no se ve que la grave responsabilidad de la radicalización de las masas fue de los latifundistas y propietarios cuyos antepasados se beneficiaron de las desamortizaciones que privatizaron los comunales públicos? ¿Acaso no se visibiliza cómo la derecha propició el radicalismo de las clases populares desheredadas, para justificar el golpismo posterior contra la II República? La falta de crítica y análisis sectario condena a la masa de forajidos desaforados que queman iglesias y destruyen la Fe católica, y la derecha se escandaliza como respuesta porque no es capaz de combatir la raíz del problema porque no le interesa.
A la derecha solo interesaba los acontecimientos perpetrados por los violentos izquierdistas, para utilizarlos para la represión de las clases campesinas, no para la reflexión que sirviera a la solución distributiva de la riqueza que permitiera el acceso de los campesinos, braceros, labradores y jornaleros a la tierra que había parcelado los antepasados de la derecha conservadora.
Y en todo este asunto, el papel de la Jerarquía eclesiástica desde el momento de la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931, y los acontecimientos posteriores, no fue el de llamar la atención a los capitalistas y propietarios latifundistas, que desde la derrota del carlismo en 1876, habían instaurado y desarrollado un sistema caciquil, sobretodo en el mundo rural, por el cual, lograban que los votos de los braceros y jornaleros fueran a parar a los políticos conservadores o liberales, de manera que el señorito con más influencia económica en una determinada localidad, era quien determinaba las futuras contrataciones de los pobres desheredados, cuyos antepasados habían sufrido la expropiación de sus tierras, sus hogares y su trabajo, a causa del establecimiento del capitalismo liberal burgués decimonónico, cuando triunfó el trono de Isabel “II” sobre los derechos legítimos de su tío Carlos V de Borbón.
Si el carlismo en 1833 se levantó en armas contra la ilegalidad e ilegitimidad liberal burguesa que imponía el capitalismo, legítimo fue su levantamiento popular en contra del golpe de Estado que los liberales habían perpetrado contra la legalidad sucesoria, foral y comunal que establecía el Antiguo Régimen. La lucha carlista por el mantenimiento de los derechos forales y comunales para el pueblo, que la Dinastía Carlista se había comprometido a defender y hacer guardar durante el siglo XIX; a partir del año 1935, cambiará de estrategia, postrándose a los intereses de la oligarquía capitalista.
El cambio de estrategia de la Comunión Tradicionalista venía establecida por los acontecimientos de las “quemas de iglesias y persecución religiosa” protagonizada por los grupos más radicales, que habían visto en la voz del clero, el verbo de la regresión en detrimento de sus derechos laborales, sociales y económicos. ¿Acaso no ayudó la actitud de la Jerarquía Católica a soliviantar la actitud anticlerical de los desposeídos? ¿En qué medida la Jerarquía Católica se comprometió con el mensaje de Jesucristo para con los desheredados? Si las víctimas del capitalismo oligárquico burgués caciquil eran los excluidos, los desheredados, los desposeídos, ¿por qué la Jerarquía Católica no llamó la atención a los latifundistas, a los terratenientes, a los patrones? Pues porque nunca antes lo había hecho.
Cuando estallan las tres guerras carlistas entre el periódo de 1833 hasta 1876, la Jerarquía Católica en bloque se había pasado a apoyar el nuevo régimen liberal burgués capitalista que imponía la privatización de los comunales y condenaba al campesinado a su exclusión y proletarización. Miles de personas se vieron afectadas por el proceso de abandono del mundo rural antiguo, para marchar a trabajar a las fábricas industriales de las ciudades. Solo los pensadores tradicionalistas y posteriormente los marxistas, condenaron la deplorable situación de los obreros, tanto por el hacinamiento en las ciudades, como por las penosas condiciones laborales de los obreros.
El campesinado que todavía se mantenía en sus tierras eran los herederos del proceso minifundista de propiedad de la tierra, y que habían logrado ser pequeños propietarios agrícolas, donde históricamente había triunfado el modelo foral, siendo Navarra y el País Vasco, los principales referentes de esa forma de propiedad. Cuando las derechas, durante la II República hablaban de la importante necesidad de mantener la propiedad privada, los pequeños propietarios agrícolas entendían perfectamente el mensaje, y veían una amenaza a quienes se las querían quitar, porque les habían transmitido que las huestes marxistas les querían quitar la casa y sus tierras.
La alienación que la derecha acometía entre la población, hacía partícipe al pueblo de un discurso egoísta, para que terminara defendiendo intereses oligárquicos, completamente ajenos. Como si un obrero de hoy, que no llega a fin de mes, que tiene una hipoteca bancaria, y tiene graves dificultades económicas, termina defendiendo los intereses privados de un gran potentado. La derecha como siempre utilizó el miedo a los marxistas, a quienes en líneas generales llamaban comunistas, porque aquella oligarquía plutócrata y latifundista tenía mucho que perder de haber triunfado el proceso colectivizador de tierras, para su recomunalización.
Lo que la izquierda defendía durante la II República era la recomunalización de las tierras que estaban en manos de los latifundistas desde el triunfo de la revolución liberal burguesa tras la derrota del carlismo decimonónico. La burguesía capitalista había logrado en el XIX imponer con la ayuda de las potencias europeas liberales un sistema de propiedad privada de la tierra que había excluido al campesinado. El carlismo durante el siglo XIX significó la bandera de lucha del campesinado por el mantenimiento de los comunales públicos dentro de un régimen foral y por tanto descentralizado. Los campesinos carlistas no lo llamaban socialismo, pero defendían de hecho las estructuras comunales, y de hecho el carlismo aparecía como el único movimiento comunalista, liderado por los partidarios del antiguo régimen, que tras los años de vida de este movimiento se apercibieron de la necesidad de reformular la tradición comunal, desechando el feudalismo y la sociedad estamental.
El carlismo decimonónico tildado como contrarrevolucionario, fue en realidad un movimiento progresista, y ello se destaca cuando lo comparamos con el proyecto de recomunalización y colectivización de tierras que pretendían las fuerzas de izquierdas durante la II República. Cuando en el siglo XIX todavía no habían aterrizado en la Península Ibérica, las ideas socialistas, anarquistas y comunistas, la bandera carlista era la causa del campesinado y el proletariado.
El día 18 de agosto se cumplen 10 años del fallecimiento de don Carlos Hugo de Borbón Parma, reclamante de los Derechos Dinásticos a la histórica Corona de las Españas, por el carlismo, quien fue el destacado dirigente del Partido Carlista quien defendió el socialismo autogestionario y federal para las Españas.
Este modelo propuesto por el carlismo de los años 70 del siglo XX, posibilitó que el Partido Carlista fuera uno de los partidos cofundadores de Izquierda Unida. En el recuerdo de Don Carlos Hugo, manteniendo su memoria, reclamamos los orígenes del carlismo, como un movimiento popular, progresivo defensor de los Fueros constitucionales y de los comunales públicos que tristemente fueron privatizados por la oligarquía capitalista que en los años 1935-36 había secuestrado al carlismo, llevándolo a la guerra civil para defender intereses ajenos a sus orígenes forales y comunales.