Autor: Manuel Fernández de Sevilla
Publicación: El Obrero.es
La II
República fue el resultado del plebiscito democrático
desarrollado el día 12 de abril de 1931. Aunque la mayor parte de
los votos apoyaban las candidaturas conservadoras, que ganaron en el
mundo rural, en la mayoría de las capitales triunfaron las
candidaturas republicanas. Equiparar los votos emitidos en el campo a
los de las ciudades, y darle la misma validez democrática es un
grave error que algunos cometen.
Un
sistema caciquil de más de 40 años que había logrado instaurarse
tras la derrota del carlismo en 1876, que tenía por costumbre el
pucherazo electoral, donde votaban los difuntos, y donde se
amedrentaba a los braceros y trabajadores con la exclusión laboral
si no votaban a los caciques monárquicos alfonsinos, perduró hasta
el día 14 de abril de 1931, día que oficialmente se proclamó la
República. Lo que acontecía en el campo, en el mundo rural
controlado por los caciques conservadores, no puede traducirse su
representación como libre y democrática, sino como un elemento de
involución coactiva y coercitiva que imponía el voto a los
jornaleros, braceros y campesinos sin tierras, para que votasen por
los caciques conservadores, que iban de monárquicos y que les daba
igual la justicia social.
La
falta de justicia social y la inexistente distribución de la
riqueza por lo que se había caracterizado el régimen monárquico
alfonsino español desde Isabel “II” a Alfonso “XIII”, señala
la dejación de la realeza en las funciones que el pensador
tradicionalista Hillarie Belloc justificaba para la defensa del
“distributismo”, completamente inexistente en la sociedad
clasista liberal burguesa conservadora. Belloc afirmaba que “la
misión de la realeza es la de someter a los ricos en interés del
bien público, en interés de todos”. Pero la Dinastía Borbón de
la que era heredero Alfonso “XIII” y hoy día Felipe “VI”,
nada tenía que ver con la monarquía justiciera que defendía este
pensador. El Carlismo decimonónico se batió en duelo contra los
liberales en el campo de batalla defendiendo esta visión de la
monarquía justiciera, foral y comunalista, pero fue derrotado y
aniquilado en el campo de batalla tras tres guerras carlistas que van
desde 1833 hasta su derrota en 1876.
José
Luis Villacañas Berlanga, en su libro “Historia del poder
político en España”, reconoce el papel del carlismo en su
lucha contra el liberalismo burgués industrial capitalista al
defender un mundo agrario comunalista. El mismo Pablo Iglesias,
dirigente de Podemos, en su twitter del 13 de abril de 2017,
expresaba con estas palabras lo señalado por el autor:
“El
Carlismo como resistencia frente a la revolución (pasiva) burguesa.
El viejo orden agrario frente a las impotencias liberales…”
Son
muchos los historiadores y pensadores quienes reconocen la lucha
carlista anticapitalista, en su afán de preservar las antiguas
garantías, llamadas privilegios por los liberales. Este fenómeno
desde la perspectiva europea fue más conocida con el nombre
de “Socialismo Feudal” por Carlos Marx y Engels dentro
del “Manifiesto Comunista”, donde recogía las reacciones de los
legitimistas franceses e ingleses hacia el nuevo orden industrial.
Cuando
los liberales capitalistas alcanzaron el poder negando el trono a don
Carlos María Isidro de Borbón, al proclamar Reina a Isabel “II”,
y a su madre doña María Cristina, regente, se estaba acometiendo un
proceso de desmantelamiento del Estado en cuanto a lo que hoy
reconoceríamos como venta de lo público, privatización del
comunal, mediante las desamortizaciones, de lo contrario, ¿cómo se
explica la satisfacción de los liberales?
Según
Josep Fontana:
“el
liberalismo moderado que apoyaban la burguesía de las ciudades del
litoral y los hombres de negocio que empezaban a surgir en Madrid al
compás del incipiente desarrollo de la economía nacional (…) La
proclamación de Isabel como heredera de la Corona no fue, pues, el
resultado de un mero cabildeo cortesano. La burguesía festejó en
todas partes el acontecimiento con singular aplauso.
Ese “singular
aplauso” llevaba implícito el proceso privatizador llamado
“Reforma Agraria” afín a la burguesía que había tomado el
poder a partir del año 1833, para acometerlo sin demora.
“Historiadores
y economistas son contundentes en sus valoraciones críticas del
proceso de deterioro que es más evidente en la transición del
Antiguo Régimen al mundo contemporáneo.
No
hay duda sobre el nuevo empeoramiento de las condiciones de vida del
campesinado, siendo éste el conjunto de sectores sociales compuesto
por unidades familiares, tanto de consumo como de producción cuya
organización económica y social se basa en la explotación agrícola
de la tierra, con independencia de cuáles sean los diferentes modos
de tenencia de la misma.
La
situación de la forma de la tenencia de la tierra es lo que
diferenciaría el Antiguo Régimen del nuevo sistema liberal burgués
capitalista, debido a las consideraciones de fondo. Mientras que
durante el Antiguo Régimen el factor tierra estaba compartido entre
los “dueños de derecho: monarquía, nobleza y clero” y
los “dueños de hecho: campesinado”; en el nuevo orden
capitalista, los “dueños de hecho” serán desplazados y
marginados de la misma, mientras que los “dueños de
derecho” obtendrían el nuevo soporte legal del régimen
constitucional donde se les reconocía la propiedad privada de los
recursos y medios de producción que habían sido comunales, a
expensas del campesinado, tal y como reconoce Jordi Maluquer de Motes
en su libro “El Socialismo en España 1833-1868”.
La Reforma
Agraria liberal en este sentido facilitó el proceso de
parcelación de las antiguas tierras comunales, y con ello la
expulsión del campesinado, el cual, si quería adquirirlas debía
aceptar la nueva realidad constitucional capitalista y endeudarse
para tal fin. Pero no todos los campesinos pudieron hacer frente a
esta situación porque no tenían dinero, y era muy improbable que
pudieran conseguirlo de manos de los prestamistas y banqueros del
momento.
La
revolución que se estaba gestando era capitalista, lo que explica lo
señalado por el profesor Fontana en su libro Cambio económico y
actitudes políticas en la España del siglo XIX; 1973: 162:
“… los
intereses del campesinado fueron sacrificados y amplias capas de
labriegos españoles (que anteriormente vivían en una relativa
prosperidad y vieron ahora afectada su situación por el doble juego
de la liquidación del régimen señorial en beneficio de los
señores, y del aumento de los impuestos), se levantarían en armas
contra una revolución burguesa y una reforma agraria que se hacían
a sus expensas, y se encontrarían, lógicamente, del lado de los
enemigos de estos cambios: del lado del carlismo.”
Por
ello el carlismo nació evidentemente contrarrevolucionario y
antiliberal. La victoria del ejército liberal en 1876 sobre el bando
carlista fue presentada por el jefe de gobierno del partido
conservador, Antonio Cánovas del Castillo como “un triunfo de
los ejércitos regulares al servicio de un Estado constituido, sobre
una guerrilla popular; género este último de resistencia popular en
que nunca creyó”, según señala en su libro Jover
Zamora, “La época de la restauración, en su pág. 310” .
Ello supuso el recrudecimiento de la represión sobre el
carlismo, y también llevó aparejado el triunfo de las medidas
liberales capitalistas privatizadoras sin oposición alguna.
Las
tres guerras carlistas que llevaban como eslogan “Por Dios, por la
Patria y el Rey”, tenían por entero una base social adherida a
los Fueros y al Comunalismo de base social, de acuerdo al
reparto de la tierra entre el campesinado que se batió por Don
Carlos por hambre de tierra. Era una reivindicación de fondo que
exigía la tierra para quien la trabaja, y rechazaba la privatización
egoísta que había supuesto la imposición capitalista. Sin embargo,
la configuración “católico-monárquica” que aglutinaba en el
carlismo el pensamiento tradicionalista se encontró dirigida a
partir de la derrota de 1876 por la corriente burguesa-integrista,
representada por Cándido Nocedal y su hijo Ramón Nocedal, quien se
esforzó en imprimir al carlismo un exclusivo carácter católico
bajo la apariencia de ser un “partido de orden”, con prestigio
“burgués” suficiente, con el fin de persuadir a los
conservadores situados a la derecha del régimen restauracionista.
Aprovechando la unificación italiana, la eliminación de los Estados
Pontificios por Garibaldi, daría pie a la denuncia integrista
católica nocedaliana, con el intento que católicos del partido
conservador de Cánovas del Castillo, se pasaran a la nueva línea
fundamentalista cristiana impresa en el carlismo finisecular.
Las
tensiones en el seno del carlismo entre integristas y legitimistas,
estos últimos leales a don Carlos VII, propició la escisión
integrista en julio de 1888, con la salida del partido, de todo un
reducto de intelectuales reaccionarios y su diario “El Siglo
Futuro”, no obstante, en las bases carlistas, después de la
derrota militar y el esperpento representado en el enfrentamiento
entre integristas y legitimistas, dio lugar al abandono de una parte
de la militancia, debido a la despreocupación de la dirección por
los problemas sociales en los que se encontraban. Ese intento de
apariencia en dárselas de “partido de orden” ante los
intelectuales y conservadores de la sociedad canovista, propició una
parte del abandono de la militancia carlista de base que se fue a
engrosar las filas socialistas o nacionalistas vascas, ello desvió
uno de los principales discursos que había llevado al campesinado a
batirse por Don Carlos VII en el campo de batalla.
Rafael
García Ormaechea reflexionó que después de 1837: “Se
cometió un enorme fraude histórico. Hubo una serie de señores que
no habían ejercido jamás ningún derecho dominical, sino la
potestad delegada del Príncipe; hubo una serie de señores que
mediante informaciones posesorias burlaron la ley, hubo familias
nobles que se apoderaron de las tierras de sus colonos, tomaron de
una manera inicua aquellas casas y aquellas propiedades que habían
venido labrando hacía siglos los nietos de los primeros habitantes
de aquellas tierras señoriales… La República tiene que volver por
este desafuero; a estos señores que no fueron nunca propietarios, no
debe indemnizarles ni las mejoras; bastante benevolencia mostrará
con no pedirles cuenta de las rentas que durante un siglo han tomado
a los villanos sin derecho (algunos aplausos)” Diario de
Sesiones del Congreso núm. 167 pág. 5.640, col. 2.
Siguiendo
con el tema de los señoríos al de los asentamientos manifestó su
adhesión al criterio socialista: “Bajo mi propia
responsabilidad, esta cuestión de los asentamientos, ateniéndome a
mi experiencia histórica, no haría propietarios a los labriegos
españoles; les haría lo que vamos a hacerles, lo que fueron los
viejos colonos de realengo. Al socaire del Estado, los viejos colonos
de realengo castellanos -lo he dicho ya- llegaron a cimentar las
libertades castellanas”.
Y
además indicó así: “Es necesario crear, si no han existido
jamás, o restablecer si existieron en fecha remota, esos bienes
comunales de las aldeas castellanas. No van a ser solo las caricias
de la República para las gentes que viven en tierras andaluzas y
extremeñas, tierras profundas, de olivos y de vides, sino también
para estas serranías de Castilla, que no están doradas por el mismo
sol de Andalucía,sino que son azotadas por la ventisca y por la
nieve, y que en medio de cuyos pedregales lucha y vive el humilde
labriego de mi tierra para el cual no habría venido la República si
no le diéramos también de alguna manera el testimonio de que nos
preocupábamos de su suerte”. Diario de Sesiones del Congreso núm.
167 pág. 5.463, col. 1. Pags 329 – 330 libro.
Estos
discursos defensores del proceso de recomunalización, de vuelta al
orden comunal, defendido por el carlismo en elsiglo XIX, era
defendido durante la II República por las fuerzas progresistas
socialistas, anarquistas y comunistas de la época, y que sorprende
que la llamada Comunión Tradicionalista, nombre dado al viejo
Partido Carlista, no hiciese hincapié en aquellas reivindicaciones,
y contrariamente a su naturaleza original se posicionara al lado de
los “agrarios” conservadores quienes junto a toda la derecha
política tenían un discurso capitalista que justificaba el robo del
comunal público en el pasado mediante las desamortizaciones. Y nadie
paró en señalar el proyecto que tenían las fuerzas izquierdistas
durante la II República Española: “restablecer si existieron en
fecha remota, esos bienes comunales de las aldeas castellanas”
Es
decir, las viejas formulas económico sociales y políticas que el
carlismo había defendido desde su nacimiento, estaban siendo
nombradas y señaladas por los diputados de las izquierdas, y
contrariamente los dirigentes de la Comunión Tradicionalista de la
época tuvieron a mal, ignorar estos discursos y mensajes, para pasar
a defender ciegamente la supuesta defensa de la religión católica,
prestándose al maquillaje que los reaccionarios explotadores
capitalistas querían dar a la defensa de sus intereses, que como
hemos visto, no era el mantenimiento de la Fe católica, sino del
capitalismo y la propiedad privada, modelo e ideas que el carlismo
había combatido en todas las guerras decimonónicas anteriores, pero
que entre 1932-1939 había pasado a asumir, y aceptar, porque
convenía a sus dirigentes políticos, quienes luego aceptaron un
hueco en el régimen franquista a excepción de Manuel Fal Conde o el
entonces príncipe regente don Javier de Borbón Parma.
Eran
desalentadores para la causa del campesinado los discursos de los
diputados en las cortes republicanas representantes de la Comunión
Tradicionalista de aquellos años, pues nada tenían que ver con el
carlismo sino con la defensa del capitalismo y la propiedad privada:
José Luis Oriol, quien fue empresario eléctrico y ferroviario; el
Conde de Rodezno; Lamamié de Clairac; Joaquín Beunza, hicieron
causa común con los diputados del partido agrario, defendiendo los
intereses de la propiedad privada, quienes esgrimían antes de la
guerra del 36, “la revisión y la civilización cristiana”.
Hasta el punto que los agrarios como Royo Villanova afirmaba en
cortes: “Soy agrario y por ello defiendo la Religión…” al
objeto de ganarse el apoyo de los tradicionalistas, quienes defendían
intereses corporativos y privados asumiendo el sistema capitalista.
Cuando se referían a “la revisión”, se trataba del rechazo
a las propuestas socialistas que tenían la intención de devolver el
comunal que venía siendo privatizado desde el año 1833 con el
triunfo de la revolución burguesa por la derrota militar del
carlismo durante el siglo XIX. Contrariamente, los diputados
tradicionalistas entre los años 1931-36 defenderían intereses
económicos contrarios a las bases que representaban, bases
instrumentalizadas y movidas por la Fe católica.
Quedaba
clara la instrumentalización de la supuesta defensa de la religión
católica que movía por aquel entonces a la masa proletaria en
defensa de intereses contrarios a su causa y bienestar social, pues
no les dejaba ver más allá, ni siquiera los discursos más
moderados existentes entre los izquierdistas. El propio Julián
Besteiro afirmaría: “No temamos ni pensemos en la obsesión
del socialismo de Estado, que con todos sus medios de coacción,
fuerza a los ciudadanos a adoptar una forma determinada de propiedad:
ese socialismo no es nuestro”… “qué es lo que nosotros
pedimos? Pues nada más que el Estado se preocupe de ir gradualmente
socializando la propiedad” págs 185-204 libro El boicot de la
derecha a las reformas de la II República.
Si
la derrota del carlismo en 1876 significó la imposición del sistema
burgués capitalista con la privatización de los recursos comunales
y públicos, la parcelación de las tierras, el reconocimiento de la
deuda nacional, la instauración de la monarquía burguesa
conservadora y caciquil; la derrota de la II República significó la
instauración del régimen franquista que mantuvo la propiedad
privada hasta tal punto que supondría finalmente el final del
campesinado y la muerte del mundo rural, al impedir el desarrollo de
los comunales, no solo en el mundo rural sino también en el urbano.
El Partido Agrario aspiraba al latifundio monopolista capitalista de
propiedad privada, y por tanto a la expropiación de los recursos del
campesinado, imposibilitándole el acceso a la tierra.
Si
el carlismo no fue hábil buscando amigos y aliados, fue por un lado,
por la agresividad antirreligiosa que se daba entre algunas
organizaciones radicales izquierdistas, las cuales en mayo de 1931
habían favorecido con sus encendidos discursos la quema de iglesias
y conventos.
La
derecha capitalista sagazmente se percató de la situación al
observar como asimilaba la masa carlista tales acontecimientos, de
manera que a la hora de guarnecer y vigilar para hacer cumplir la paz
social, preferían enviar a la policía y a la guardia civil para
custodiar las instituciones y medios de comunicación y prensa
derechista, dejando a las iglesias y conventos completamente
desguarnecidos. Ello aseguraría la adhesión de la masa carlista a
ser más proclive a defender con su voto las candidaturas electorales
derechistas e irse alejando de las organizaciones izquierdistas,
hasta el punto de romper con los nacionalistas vascos.
El carlismo que
había apoyado el desarrollo autonómico en Catalunya, el País Vasco
y Navarra, posibilitando los Estatutos de Nuria y Estella,
respectivamente, se encontró en el año 1935, bajo una deriva
ultraderechista, integrista fundamentalista partidaria del sistema
capitalista y el centralismo. Un carlismo desfigurado, completamente
deformado, que venía a defender intereses políticos y económicos
ajenos, y todo ello aceptado por unas bases angelizadas, buenistas y
cándidas que se conformaban con la restauración de la Fe católica
y la bandera roja y gualda. Lo que se ha llamado la “angelización
del carlismo”, posteriormente.
La
falta de diálogo llevó a la cruenta guerra civil y a la sangrienta
represión durante la guerra civil, 40 años de dictadura franquista,
que el carlismo, rechazó desde agosto del año 1937, cuando el
franquismo militar impuso el decreto de unificación en agosto de
1937 a carlistas y falangistas. No obstante, el carlismo y el Partido
Carlista se había declarado contra la dictadura primorriverista y a
favor de la II República. Así lo manifestaba José María Zavala en
1976, en su libro “Partido Carlista” págs 23-24 “La declarada
beligerancia de don Jaime y de toda la base del Partido contra la
dictadura de Primo de Rivera, desde su nacimiento en 1923, provocó
una dura reacción del nuevo régimen, que quedaría plasmada en una
represión con cierre de locales del Partido y detención de
militantes.
Al
proclamarse la República en 1931 don Jaime, fiel como siempre a su
espíritu democrático, da un manifiesto en el que acepta la voluntad
popular e insta a su Partido a que colabore con la República, a fin
de lograr la “gran federación de nacionalidades ibéricas”,
llegando incluso a aceptar la bandera tricolor si es que ésta es
implantada definitivamente para el país mediante la oportuna
decisión de los representantes legítimos del pueblo”. Y por ello,
los carlistas participarían en la elaboración y desarrollo de los
Estatutos de Estella el 14 de junio de 1931 que englobaba los
territorios Vasco-Navarros y de Nuria para Catalunya en el año 1932.
Pero la muerte de don Jaime de Borbón, significó el reconocimiento
de don Alfonso Carlos como heredero y representante dinástico, quien
era hermano de Carlos VII, de ideología cercana al integrismo, tanto
que llegó atener algún secreto enfrentamiento con su propio
hermano, quien lo desplazó del escenario durante la III guerra
carlista, en la que don Alfonso Carlos había llegado a ostentar la
jefatura militar máxima de los carlistas catalanes.
“La
ancianidad del nuevo Rey y, especialmente, su ideología, hicieron
mucho más fácil la labor de infiltración de la derecha en el
carlismo. Un acto celebrado en la Plaza de toros de Pamplona
significó el retorno de integristas, mellistas y colaboracionistas
de toda laya, al Carlismo y el subsiguiente e inmediato control de la
dirección política e ideológica del Partido”, pág 25 “El
cambio sufrido por el Carlismo fue radical. De aceptarse la
República, se pasó a conspirar contra ella; de la construcción de
un carlismo liberalizador, se pasa a desenterrar textos de Aparisi y
Guijarro y de Mella; de la antigua colaboración con anarquistas para
derribar la Dictadura a formar cuadros paramilitares patrocinados por
las derechas para destruir la República”. Los responsables de ese
cambio, fueron los dirigentes por aquel entonces de la Comunión
Tradicionalista, más proclives a defender los intereses capitalistas
de la propiedad privada en nombre de la religión católica.
Cuando
el gobierno de la recién instituida legalidad
republicana impone a los terratenientes la contratación de
braceros y jornaleros locales, prohibiendo la contratación de los
foráneos pertenecientes a otras localidades, que vendían su mano de
obra mucho más barata, los terratenientes se molestaron con la II
República, y pasaron a boicotear sus medidas sociales, para
favorecer el descontento popular. La II República quería favorecer
una dignidad y seguridad en las condiciones laborales y salariales, y
la reacción de los sectores caciquiles conservadores fue promover el
boicot contra dichas medidas legales que pretendían establecer la
justicia social distributiva.
Cuando
el gobierno republicano decreta la necesidad de poner a disposición
de la producción agraria todas las tierras que estaban en manos de
los terratenientes, la reacción de los latifundistas, para evitar la
bajada del precio de los cereales que guardaban de las cosechas
anteriores, fue encalar,con cal viva, las tierras fértiles que
poseían desde las desamortizaciones decimonónicas, para evitar su
uso, dejando a miles de braceros y jornaleros sin posibilidad de
acceso a la tierra, ello radicalizó al campesinado sin tierras que
se enroló en la CNT, FAI, y en la UHP.
Cuando
se tira en contra de la II República se hace por ignorancia, ¿acaso
no se ve que la grave responsabilidad de la radicalización de las
masas fue de los latifundistas y propietarios cuyos antepasados se
beneficiaron de las desamortizaciones que privatizaron los comunales
públicos? ¿Acaso no se visibiliza cómo la derecha propició
el radicalismo de las clases populares desheredadas, para justificar
el golpismo posterior contra la II República? La falta de crítica y
análisis sectario condena a la masa de forajidos desaforados que
queman iglesias y destruyen la Fe católica, y la derecha se
escandaliza como respuesta porque no es capaz de combatir la raíz
del problema porque no le interesa.
A
la derecha solo interesaba los acontecimientos perpetrados por los
violentos izquierdistas, para utilizarlos para la represión de las
clases campesinas, no para la reflexión que sirviera a la solución
distributiva de la riqueza que permitiera el acceso de los
campesinos, braceros, labradores y jornaleros a la tierra que había
parcelado los antepasados de la derecha conservadora.
Y
en todo este asunto, el papel de la Jerarquía
eclesiástica desde el momento de la proclamación de la II
República el 14 de abril de 1931, y los acontecimientos posteriores,
no fue el de llamar la atención a los capitalistas y propietarios
latifundistas, que desde la derrota del carlismo en 1876, habían
instaurado y desarrollado un sistema caciquil, sobretodo en el mundo
rural, por el cual, lograban que los votos de los braceros y
jornaleros fueran a parar a los políticos conservadores o liberales,
de manera que el señorito con más influencia económica en una
determinada localidad, era quien determinaba las futuras
contrataciones de los pobres desheredados, cuyos antepasados habían
sufrido la expropiación de sus tierras, sus hogares y su trabajo, a
causa del establecimiento del capitalismo liberal burgués
decimonónico, cuando triunfó el trono de Isabel “II” sobre los
derechos legítimos de su tío Carlos V de Borbón.
Si
el carlismo en 1833 se levantó en armas contra la ilegalidad e
ilegitimidad liberal burguesa que imponía el capitalismo, legítimo
fue su levantamiento popular en contra del golpe de Estado que los
liberales habían perpetrado contra la legalidad sucesoria, foral y
comunal que establecía el Antiguo Régimen. La lucha carlista por el
mantenimiento de los derechos forales y comunales para el pueblo, que
la Dinastía Carlista se había comprometido a defender y hacer
guardar durante el siglo XIX; a partir del año 1935, cambiará de
estrategia, postrándose a los intereses de la oligarquía
capitalista.
El
cambio de estrategia de la Comunión Tradicionalista venía
establecida por los acontecimientos de las “quemas de iglesias y
persecución religiosa” protagonizada por los grupos más
radicales, que habían visto en la voz del clero, el verbo de la
regresión en detrimento de sus derechos laborales, sociales y
económicos. ¿Acaso no ayudó la actitud de la Jerarquía Católica
a soliviantar la actitud anticlerical de los desposeídos? ¿En qué
medida la Jerarquía Católica se comprometió con el mensaje de
Jesucristo para con los desheredados? Si las víctimas del
capitalismo oligárquico burgués caciquil eran los excluidos, los
desheredados, los desposeídos, ¿por qué la Jerarquía Católica no
llamó la atención a los latifundistas, a los terratenientes, a los
patrones? Pues porque nunca antes lo había hecho.
Cuando
estallan las tres guerras carlistas entre el periódo de 1833 hasta
1876, la Jerarquía Católica en bloque se había pasado a apoyar el
nuevo régimen liberal burgués capitalista que imponía la
privatización de los comunales y condenaba al campesinado a su
exclusión y proletarización. Miles de personas se vieron afectadas
por el proceso de abandono del mundo rural antiguo, para marchar a
trabajar a las fábricas industriales de las ciudades. Solo los
pensadores tradicionalistas y posteriormente los marxistas,
condenaron la deplorable situación de los obreros, tanto por el
hacinamiento en las ciudades, como por las penosas condiciones
laborales de los obreros.
El
campesinado que todavía se mantenía en sus tierras eran los
herederos del proceso minifundista de propiedad de la tierra, y que
habían logrado ser pequeños propietarios agrícolas, donde
históricamente había triunfado el modelo foral, siendo Navarra y el
País Vasco, los principales referentes de esa forma de propiedad.
Cuando las derechas, durante la II República hablaban de la
importante necesidad de mantener la propiedad privada, los pequeños
propietarios agrícolas entendían perfectamente el mensaje, y veían
una amenaza a quienes se las querían quitar, porque les habían
transmitido que las huestes marxistas les querían quitar la casa y
sus tierras.
La
alienación que la derecha acometía entre la población, hacía
partícipe al pueblo de un discurso egoísta, para que terminara
defendiendo intereses oligárquicos, completamente ajenos. Como si un
obrero de hoy, que no llega a fin de mes, que tiene una hipoteca
bancaria, y tiene graves dificultades económicas, termina
defendiendo los intereses privados de un gran potentado. La derecha
como siempre utilizó el miedo a los marxistas, a quienes en líneas
generales llamaban comunistas, porque aquella oligarquía plutócrata
y latifundista tenía mucho que perder de haber triunfado el proceso
colectivizador de tierras, para su recomunalización.
Lo
que la izquierda defendía durante la II República era la
recomunalización de las tierras que estaban en manos de los
latifundistas desde el triunfo de la revolución liberal burguesa
tras la derrota del carlismo decimonónico. La burguesía capitalista
había logrado en el XIX imponer con la ayuda de las potencias
europeas liberales un sistema de propiedad privada de la tierra que
había excluido al campesinado. El carlismo durante el siglo XIX
significó la bandera de lucha del campesinado por el mantenimiento
de los comunales públicos dentro de un régimen foral y por tanto
descentralizado. Los campesinos carlistas no lo llamaban socialismo,
pero defendían de hecho las estructuras comunales, y de hecho el
carlismo aparecía como el único movimiento comunalista, liderado
por los partidarios del antiguo régimen, que tras los años de vida
de este movimiento se apercibieron de la necesidad de reformular la
tradición comunal, desechando el feudalismo y la sociedad
estamental.
El
carlismo decimonónico tildado como contrarrevolucionario, fue en
realidad un movimiento progresista, y ello se destaca cuando lo
comparamos con el proyecto de recomunalización y colectivización de
tierras que pretendían las fuerzas de izquierdas durante la II
República. Cuando en el siglo XIX todavía no habían aterrizado en
la Península Ibérica, las ideas socialistas, anarquistas y
comunistas, la bandera carlista era la causa del campesinado y el
proletariado.
El
día 18 de agosto se cumplen 10 años del fallecimiento de don
Carlos Hugo de Borbón Parma, reclamante de los Derechos Dinásticos
a la histórica Corona de las Españas, por el carlismo, quien fue el
destacado dirigente del Partido Carlista quien defendió el
socialismo autogestionario y federal para las Españas.
Este
modelo propuesto por el carlismo de los años 70 del siglo XX,
posibilitó que el Partido Carlista fuera uno de los partidos
cofundadores de Izquierda Unida. En el recuerdo de Don Carlos Hugo,
manteniendo su memoria, reclamamos los orígenes del carlismo,
como un movimiento popular, progresivo defensor de los Fueros
constitucionales y de los comunales públicos que tristemente
fueron privatizados por la oligarquía capitalista que en los años
1935-36 había secuestrado al carlismo, llevándolo a la guerra civil
para defender intereses ajenos a sus orígenes forales y comunales.