Autor: Diego Fonseca
Grupos
de españoles han salido a las calles a reclamar libertad. Vox, el
partido de extrema derecha, ha apostado por amplificar esas
protestas. Pero el país no necesita proselitismos durante una crisis
sanitaria.
En
los últimos días España se zambulló, otra vez, en otro episodio
de nacionalismo rabioso y torpe.
Este mes, decenas de
vecinos salieron
a las calles de Salamanca,
un barrio acomodado de Madrid, a golpear cacerolas al grito de
“libertad, libertad, libertad”. Otro grupo estacionó sus autos
en una avenida obedeciendo a una
convocatoria del partido de
extrema derecha español, Vox, para reclamar la renuncia del
presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, por su manejo de la
pandemia. Casi en simultáneo, una piña de jóvenes recorrió la
ciudad vistiendo
camisetas pardas y
con banderas de España reclamando que la patria es de quienes pelean
por ella. El acto más pintoresco, sin embargo, ocurrió en
Santander, una ciudad en el norte del país: un hombre recorrió las
calles en
el asiento trasero de un descapotable conducido por su
chofer revoleando
su bandera española al grito de “gobierno dimisión, gobierno
dimisión”.
Esta imagen retrata
de cuerpo entero a la peor derecha española desde el retorno de la
democracia, la más banal y peligrosa. La ultraderecha ha salido a
las calles de España —uno de los países más afectados por la
pandemia— a reclamar libertad sobre los cadáveres de miles de
muertos por el virus, y ha advertido que este es
solo el inicio.
Es mejor prestar atención; a menudo consiguen más de lo que se
espera.
En el pasado, España
ya se tomó en sorna el discurso alucinado de Vox, confiada en que
estaba inmunizada a los experimentos de los populismos de derecha que
crecían en Europa gracias a que un partido —el
Popular— institucionalizaba el
discurso de toda la derecha. Vox salió con el pecho hinchado de
las elecciones
en las que Sánchez llegó al gobierno.
Ahora sus seguidores recorren las calles de Madrid con banderas
llamando a recuperar la patria parasitando preocupaciones legítimas
de la mayoría, como el miedo al presente y la incertidumbre por el
futuro.
Pongamos algo en la
mesa: el gobierno de Sánchez falló
en el manejo de la crisis del coronavirus.
Hay críticas severas a la gestión de la pandemia en varias
naciones, pero esos reproches coinciden con gobiernos donde sus
líderes menospreciaron los riesgos desde el cinismo. Allí están
Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Andrés
Manuel López Obrador en México, Boris Johnson en el Reino Unido o
Daniel Ortega en Nicaragua, pero no es el caso de España. Como otros
líderes europeos, Sánchez subestimó el impacto de la pandemia y
reaccionó tarde, pero no ha respondido con cinismo ni tiene un plan
autoritario de control social.
Los
manifestantes de Salamanca protestan como protestaría cualquier
persona en una situación crítica. ¿Quién no quisiera ir a
trabajar, salir, ver familiares? ¿Quién no viajar? Todos deseamos
alguna forma de normalidad.
Es
un reclamo válido, pero su validez es limitada. Y en la crisis que
atraviesa y atravesará España, la vocinglería acomodada está en
la tercera lista. Duele enumerar el incendio que se viene: caída del
PIB, desempleo récord, pobreza en alza, marginación y exclusión
crecientes. Y antes que eso: la pandemia aún no ha terminado, el
riesgo de rebrote se mantiene. Esto es, la emergencia sanitaria va
primero; sin gente sana tampoco hay economía.
Otro
cuento se narra cuando esas protestas —aceptables aun siendo
insolidarias— son promovidas, copadas o cooptadas por una
organización política con vocación de poder. En este contexto y
tratándose de Vox, la protesta es un acto de oportunismo radical.
La
activación de la protesta por la derecha opera sobre los miedos,
deseos y necesidades de una población asustada por un virus sin
vacuna ni tratamiento efectivo que ha matado en el mundo a cerca
de 400.000
personas.
Actúan sobre el hartazgo del encierro y el apuro de no perder más
ahorros, trabajos o tiempo.
Pero
el reclamo político poco tiene que ver con la crisis: es una batalla
por el poder y dominio del relato ante la opinión pública. Encubre
sus intereses reales bajo demandas razonables. La derecha española
hoy propagandiza que su país está en manos de comunistas y
chavistas. En el colmo de la alucinación, suponen el confinamiento
pandémico como un arresto domiciliario en un gulag sanitarista.
El
reclamo de “libertad, libertad, libertad” y el pedido de dimisión
del gobierno se acoplan. En el discurso de las derechas extremistas
siempre hay una invasión en proceso y un enemigo claro. Lo hicieron
los nazis —el “virus” eran, sobre todo, los judíos—, las
dictaduras sudamericanas de los setenta y ochenta —el “virus”,
los socialistas— y lo flamean Trump y los nacionalismos nativistas
hoy —el “virus” es el
otro—.
El tronco es común: recuperar la nación —lo que ellos creen que
es la nación, siempre un concepto restringido— de los que la
pervierten, dañan. La enferman.
Es
fácil tomarse a broma eso, porque suena y es absurdo. Pero nunca
desprecien a un alienado.
Esta
nueva derecha es antipolítica y ama atacar desde los márgenes. Se
presenta como víctima de persecuciones y opresión y la defensora de
los derechos más privados de las personas. Un hilo invisible une a
los manifestantes fogoneados por Vox con los
tipos armados que ocupan
parlamentos locales en
Estados Unidos: todos demandan business
as usual.
El mundo conocido, la realidad manejable. Pero apelan a un discurso
libertario que, en medio de una pandemia, es un ataque al bienestar
común.
Vox
apuesta al incendio. Su discurso no es construir: primero destruye,
después instaura. Un virus antidemocrático. No corrige la plana de
Sánchez para mejorar; su plan es derruir su gobierno hasta hacerlo
caer y recuperar una normalidad de privilegios de casta. Business
as usual. Un
señor embanderado en un convertible con chofer.
España
no necesita proselitismos durante una crisis sanitaria que requiere
disidencia con trabajo conjunto. Son tiempos de reunir ideas,
creatividad y solidaridad local y global. La derecha
institucionalista haría bien en distanciarse de Vox y sus
provocaciones. Ante el fuego, la demanda es contribuir a apagarlo, no
echar combustible para ver todo arder.
Diego
Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del
Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur,
su nuevo libro de perfiles, se publicará próximamente.