Obituario
Autor: Miguel Izu
03.07.2020
Con
108 años nos ha dejado mi madrina, la tía Agustina, que para todos
los hermanos fue una segunda madre. A su edad, llevaba ya mucho
tiempo hablando de su muerte y disponiendo las cosas que tendríamos
que hacer los que la sobreviviéramos, le encantaba organizarlo todo.
Hace unos días me dijo: "Si escribes algo cuando muera, di que
soy la última margarita". No sé si realmente era la última,
porque las mujeres de su generación salieron muy resistentes y hay
muchas centenarias, pero en todo caso si será una de las últimas.
Las
margaritas eran la asociación de mujeres carlistas en las primeras
décadas del siglo XX, tomaban el nombre de la esposa de Carlos VII.
Mi tía no habría podido ser otra cosa porque había nacido en una
familia carlista en un pueblo mayoritariamente carlista, Etxauri, en
aquella Navarra rural, profundamente tradicional y conservadora donde
el carlismo estaba tan arraigado, y no tanto entre las clases
privilegiadas sino entre el campesinado. Pero quienes desde el
presente suelen identificar el carlismo con un partido de extrema
derecha, sin más matices, desenfocan lo que significó en aquellas
épocas, sin tener en cuenta que fue un movimiento muy complejo y que
cuando, en el franquismo, se disgregó, sus diversas tendencias
desembarcaron en partidos de todo el espectro, de la extrema
izquierda a la extrema derecha.
Mi
tía Agustina se educó en aquella sociedad peleada con la
modernidad, anterior a la industrialización acelerada y al éxodo
rural de hace poco más de medio siglo, pero no fue una persona
cerrada al progreso. Seguía orgullosa de haber pertenecido a las
margaritas, fueron de las primeras mujeres que, sin ser feministas,
intervinieron activamente en política, cuando todavía ni siquiera
tenían derecho a voto. Contaba, entre risas, que ella fue la primera
que usó traje de baño en su pueblo, en un tiempo en el que las
mujeres se bañaban en el río con una larga y pudorosa bata, y que
el párroco la llamó para echarle una reprimenda. Devota católica
que nunca sintió nostalgia por los ritos tridentinos, asumió
perfectamente las novedades del Concilio Vaticano II y apoyó a la
rama renovadora del carlismo que evolucionó al socialismo
autogestionario.
A
veces me sorprendían sus opiniones, una curiosa mezcla de ideas
anticuadas con otras muy avanzadas. Se lamentaba de no poder votar ya
a los carlistas y me consultaba sobre a quién podía votar, con la
queja de que ya no entendía nada, lo que era cierto solo a medias.
No había perdido facultades mentales, pero el mundo en el que vivía
ya no era el suyo y le parecía incomprensible, algo nada extraño
porque a los de las generaciones siguientes también nos parece a
menudo absurdo e ininteligible. Pero siempre iba a votar, la última
vez con sus 107 años, convencida de que es una obligación cívica,
y solía decir que, si había referéndum sobre la monarquía, ella
iría a votar por la república.
Sus
últimos años no fueron felices, en una dolorosa dependencia que,
tras haber sido una mujer tan activa y trabajadora, llevaba con
resignación. Había perdido la vista, parte del oído y, con los
huesos cada vez más maltrechos, estaba confinada en la silla de
ruedas y preparada para la muerte. Una vez le oí lamentarse: "Dios
se ha olvidado de mí".
No,
no la había olvidado, pero nos la prestó unos pocos años más.
Ahora, al fin, la ha llamado para descansar en paz.
Miguel
Izu