Josep Miralles
Climent.
Fuente: Partido Carlista
Me
llama poderosamente la atención que, ante la actitud de los tribunales europeos
de reconocer la elección como eurodiputados de unos
independentistas catalanes —presos políticos condenados o exiliados—, se alcen
voces como las de ciertos partidos políticos de la derecha constitucionalista,
pidiendo a los ciudadanos españoles que se rebelen ante una Europa a la que se
la acusa de meter la nariz en España apelando a la soberanía nacional,
reclamando el derecho a pegar una patada a Europa y reclamando la independencia
de España respecto a Europa. Sin embargo, adoptan una actitud completamente
diferente cuando es la justicia española la que mete mano en Cataluña, a la que
le niegan el mismo derecho a la soberanía y, por tanto, el derecho a la
autodeterminación de este pueblo.
De entre estos partidos políticos el que más me sorprende es
Vox. Mientras se muestra partidario de valores tradicionales, criticando al
sistema de pensamiento único, en la práctica, se alinea con lo más nuclear de
este sistema como lo son las constituciones liberales y el neoliberalismo —con
su explotación capitalista—. Y precisamente con este sistema económico
dominante que ellos no cuestionan, es muy crítico el jefe de la iglesia con la
que ellos se alinean: el papa Francisco; otra
de tantas contradicciones de Vox. Tan tradicionales como son, no se les ocurre
criticar cuestiones tan centrales del sistema como la sociedad de consumo (por
tal de vivir con menos para vivir mejor), o el desorbitado crecimiento
económico (cuando habría que decrecer); y tan católicos y españoles como se
definen, tampoco ven con buenos ojos la cristiana solidaridad de su patria
hacia los inmigrantes que huyen de las guerras, unas guerras que muchas veces alimenta
el propio sistema de poder por intereses económicos. Y eso por no hablar de su
militarismo, de la poca sensibilidad con el fenómeno de las mujeres asesinadas
por sus parejas o la indiferencia —cuando no burla— de ciertos valores
ecológicos que el papa de la iglesia que dicen defender, Francisco, reivindica
en la encíclica Laudato si
No soy independentista, ni constitucionalista, ni españolista,
ni europeísta, porque no soy estadista. Aunque sé que es algo difícilmente
realizable y que se necesita infinita pedagogía para conseguirlo, estoy en
contra de todo tipo de Estados opresores tanto cultural como económicamente, ya
sean estos fascistas, capitalistas o comunistas; infranacionales, nacionales o
supranacionales. Los Estados —unidos el sistema económico dominante— intentan
hoy —y lo consiguen— manejarnos como quieren. Para manejarnos, unos utilizan el
sentimentalismo identitario, otros el economicismo, pero todos ellos defienden
el statu quo, de uno u otro signo, de
una u otra manera, pero sin salirse nadie del redil.
Por
eso soy muy crítico con el proceso moderno y posmoderno que nos ha ido llevado
a la creación de unos monstruos estatales que han pasado del nacionalismo al
globalismo y la globalización, todo ello con el sello del capitalismo vencedor.
Es por ello que, cuando veo dónde hemos llegado, no puedo evitar echar una
mirada al pasado.
Y me viene a la memoria Piotr Kropotkin,
quien en El apoyo mutuo rompe una lanza en favor de la Edad Media, tan denostada y
maltratada por los ilustrados y los liberales. Recuerda el pensador ruso que
los dos períodos más grandes de la humanidad fueron las ciudades de la antigua
Grecia y las de la Edad Media, añadiendo que la destrucción de las
instituciones y costumbres de ayuda mutua se produjeron precisamente en los
períodos históricos de engorde de los Estados que vinieron después de cada uno
de ellos, es decir, Roma y la Ilustración-liberalismo, épocas que, según
Kropotkin, se corresponden con las de decadencia, como parece se está viviendo
en el presente de forma exponencial. Kropotkin era defensor de una sociedad
comunitaria, descentralizada y basada en la autogestión.
Este tipo de sociedad, inspirada en el principio de
subsidiariedad arrancaría con la familia, amigos, vecinos, que constituyen esta
ampliación del hogar que genera el patriotismo, la patria chica —que no el nacionalismo, que conduce al
imperialismo—. Se trataría de un conjunto de patrias escalonadas que
arrancarían del municipio, pasando por la comarca, y llegando a la nacionalidad
histórica —o confederación de comarcas, con sus fueros correspondientes— que, al
federarse entre sí, conducen a lo que aquí podríamos llamar las Españas o la España confederal.
Ante
esto Vox —y también Ciudadanos— plantean la recentralización de las Españas… y
la recentralización de todo; es la solución fácil de los que tienen miedo a la
libertad, el miedo a la autodeterminación de todos y de todo. Un partido que,
liberal en la práctica política, forma parte de la partitocracia que dice
rechazar; otra contradicción de quien se quiere presentar también como un
partido tradicionalista, cuando en realidad está en sus antípodas: el
fundamentalismo fascistoide.