viernes, 6 de marzo de 2020

El falso tradicionalismo de Vox

Josep Miralles Climent.


Me llama poderosamente la atención que, ante la actitud de los tribunales europeos de reconocer la elección como eurodiputados de unos independentistas catalanes —presos políticos condenados o exiliados—, se alcen voces como las de ciertos partidos políticos de la derecha constitucionalista, pidiendo a los ciudadanos españoles que se rebelen ante una Europa a la que se la acusa de meter la nariz en España apelando a la soberanía nacional, reclamando el derecho a pegar una patada a Europa y reclamando la independencia de España respecto a Europa. Sin embargo, adoptan una actitud completamente diferente cuando es la justicia española la que mete mano en Cataluña, a la que le niegan el mismo derecho a la soberanía y, por tanto, el derecho a la autodeterminación de este pueblo.

De entre estos partidos políticos el que más me sorprende es Vox. Mientras se muestra partidario de valores tradicionales, criticando al sistema de pensamiento único, en la práctica, se alinea con lo más nuclear de este sistema como lo son las constituciones liberales y el neoliberalismo —con su explotación capitalista—. Y precisamente con este sistema económico dominante que ellos no cuestionan, es muy crítico el jefe de la iglesia con la que ellos se alinean: el papa Francisco; otra de tantas contradicciones de Vox. Tan tradicionales como son, no se les ocurre criticar cuestiones tan centrales del sistema como la sociedad de consumo (por tal de vivir con menos para vivir mejor), o el desorbitado crecimiento económico (cuando habría que decrecer); y tan católicos y españoles como se definen, tampoco ven con buenos ojos la cristiana solidaridad de su patria hacia los inmigrantes que huyen de las guerras, unas guerras que muchas veces alimenta el propio sistema de poder por intereses económicos. Y eso por no hablar de su militarismo, de la poca sensibilidad con el fenómeno de las mujeres asesinadas por sus parejas o la indiferencia —cuando no burla— de ciertos valores ecológicos que el papa de la iglesia que dicen defender, Francisco, reivindica en la encíclica  Laudato si

No soy independentista, ni constitucionalista, ni españolista, ni europeísta, porque no soy estadista. Aunque sé que es algo difícilmente realizable y que se necesita infinita pedagogía para conseguirlo, estoy en contra de todo tipo de Estados opresores tanto cultural como económicamente, ya sean estos fascistas, capitalistas o comunistas; infranacionales, nacionales o supranacionales. Los Estados —unidos el sistema económico dominante— intentan hoy —y lo consiguen— manejarnos como quieren. Para manejarnos, unos utilizan el sentimentalismo identitario, otros el economicismo, pero todos ellos defienden el statu quo, de uno u otro signo, de una u otra manera, pero sin salirse nadie del redil.

Por eso soy muy crítico con el proceso moderno y posmoderno que nos ha ido llevado a la creación de unos monstruos estatales que han pasado del nacionalismo al globalismo y la globalización, todo ello con el sello del capitalismo vencedor. Es por ello que, cuando veo dónde hemos llegado, no puedo evitar echar una mirada al pasado.
Y me viene a la memoria Piotr Kropotkin, quien en El apoyo mutuo rompe una lanza en favor de la Edad Media, tan denostada y maltratada por los ilustrados y los liberales. Recuerda el pensador ruso que los dos períodos más grandes de la humanidad fueron las ciudades de la antigua Grecia y las de la Edad Media, añadiendo que la destrucción de las instituciones y costumbres de ayuda mutua se produjeron precisamente en los períodos históricos de engorde de los Estados que vinieron después de cada uno de ellos, es decir, Roma y la Ilustración-liberalismo, épocas que, según Kropotkin, se corresponden con las de decadencia, como parece se está viviendo en el presente de forma exponencial. Kropotkin era defensor de una sociedad comunitaria, descentralizada y basada en la autogestión.

Este tipo de sociedad, inspirada en el principio de subsidiariedad arrancaría con la familia, amigos, vecinos, que constituyen esta ampliación del hogar que genera el patriotismo, la patria chica —que no el nacionalismo, que conduce al imperialismo—. Se trataría de un conjunto de patrias escalonadas que arrancarían del municipio, pasando por la comarca, y llegando a la nacionalidad histórica —o confederación de comarcas, con sus fueros correspondientes— que, al federarse entre sí, conducen a lo que aquí podríamos llamar las Españas o la España confederal.

Ante esto Vox —y también Ciudadanos— plantean la recentralización de las Españas… y la recentralización de todo; es la solución fácil de los que tienen miedo a la libertad, el miedo a la autodeterminación de todos y de todo. Un partido que, liberal en la práctica política, forma parte de la partitocracia que dice rechazar; otra contradicción de quien se quiere presentar también como un partido tradicionalista, cuando en realidad está en sus antípodas: el fundamentalismo fascistoide.