Autor: Josep M. Sabater
La
sociedad española está padeciendo en estos momentos dos crisis que
se solapan, de magnitudes desconocidas, desarrollo incierto y final
imprevisible. La pandemia del coronavirus es, no cabe duda y como
debe de ser, la preocupación fundamental: la salud y la
supervivencia de nuestras familias y de nosotros mismos ha adquirido
un valor fundamental. Protegernos y resistir es un reto personal y
social, el resto de problemas pasa a un segundo plano.
En
estos momentos, el civismo, la solidaridad y la responsabilidad son
las conductas que nos deben de guiar a los ciudadanos. No se trata
solo de nuestra salud personal, se trata de la salud colectiva:
tendremos más posibilidades de sobrevivir si el contagio y la
mortalidad se atajan. Hay que limitar la propagación del virus con
medidas preventivas que todos debemos observar. Y facilitar una
asistencia médica y hospitalaria digna a los enfermos más graves y
evitar al máximo la mortalidad, potenciando un sistema sanitario
organizado cientifícamente, dotado de medios y sin discriminación
de clases.
Y manteniendo, además, los servicios mínimos necesarios
para la resistencia ciudadana: desde el abastecimiento de los
productos básicos hasta el suministro de recursos energéticos. Sin
olvidar el impacto económico que la epidemia está teniendo en los
sectores más desfavorecidos de la sociedad: pérdida de puestos de
trabajo, falta de recursos en algunas familias para hacer frente a
los gastos corrientes (hipotecas, recibos, impuestos,…),
paralización de las pequeñas empresas, etc. Habrá que estar muy
atentos y vigilantes para que la factura económica y social de la
pandemia no recaiga en las clases populares.
¿Han
estado el Gobierno central y los gobiernos autonómicos a la altura
de la gravedad de la crisis? Sin entrar a valorar el acierto o no de
las medidas concretas, porque es complicado tomar las decisiones
acertadas cuando, en gran parte, nos ha pillado sin la información
previa necesaria. Han primado los intereses egoístas nacionales y,
también, los personales de la clase política y ha habido, y sigue
habiendo, una falta de coraje y de audacia. La Unión Europea ha sido
incapaz de articular una política sanitaria para el conjunto de la
Comunidad. Y el Gobierno central, recurriendo al estado de alerta, ha
perdido las formas con los gobiernos autonómicos: se ha primado el
principio de autoridad sobre la colaboración y la coordinación
necesarias. La ausencia de referencia ética en algunos líderes
políticos ha rozado la inmoralidad: la huída al refugio dorado de
José María Aznar o la insensatez de Pablo Iglesias al saltarse la
cuarentena.
Cuando
se supere la pandemia tendremos que realizar un análisis exhaustivo
de las medidas y decisiones tomadas. La crisis ha sido de tal
envergadura que no se podrá pasar página. Habrá que pedir
explicaciones y exigir responsabilidades, los valores de una sociedad
democrática las demandaran.
A
la grave crisis sanitaria se ha solapado una crisis institucional que
afecta a las bases fundamentales del régimen de la Constitución del
78. La Jefatura del Estado, la monarquía franquista, institución
sobre la que pivota el sistema, se ha destapado ya públicamente que
está asentada sobre la corrupción. Es tal el grado de deterioro
político de la familia de la Zarzuela que José Antonio Zarzalejos,
ex director del diario ABC y nada sospechosos de veleidades
republicanas, le ha pedido a don Juan Carlos que se autoexilie, como
lo hicieron en su momento su abuelo y su padre. Se está pretendiendo
aislar a don Felipe de Borbón del escándalo, pero su silencio
cómplice y su implicación dinástica, y no solo familiar, es
incuestionable: aparecen él y su heredera como beneficiarios de
sumas millonarias ilícitas. Pretender separar la institución
monárquica de la familia que la ostenta, como pretende el diario El
País, es disparatado: la persona del rey es la propia institución,
y más siendo el heredero del general Franco.
Sería
también un grave error limitar la responsabilidad de los hechos a la
dinastía liberal y franquista. Una gran parte de la clase política
y la monarquía vigente navegan en el mismo barco, se apoyan
mutuamente. Hace escasos días los grupos políticos
“constitucionalistas” -¡qué casualidad!- impedían en el
Congreso de los Diputados la creación de una comisión parlamentaria
para investigar las cuentas bancarias opacas de don Juan Carlos. Y
ahora hay que recordar que ha sido un fiscal de Suiza –el refugio
financiero más rancio del capitalismo más salvaje- quien ha
destapado el caso. El sistema del 78 ha cerrado filas para defender
el entramado institucional. La gran mayoría de los más influyentes
medios de comunicación y los partidos políticos “españolistas”
-espejo de virtudes patrióticas- no pueden permitir que se desmorone
el entramado: ellos también podían ser arrastrados por la caída
del régimen surgido de la Transición . Aunque, ¿tal vez?, ya se
está preparando el recambio.
Y,
como carlistas, ¿tenemos algo que aportar a esta doble crisis?
Fundamentalmente debemos comportamos con civismo, cumplir las
normativas sanitarias y de higiene que los organismos sanitarios
recomiendan. Ayudar a nuestros compatriotas y vecinos en la medida
que sea posible. Rechazar alarmismos, bulos y soluciones mesiánicas,
y anteponer la salud a cualquier otra medida. Pero exigir solidaridad
y medidas sociales para los más desprotegidos: si es necesario todos
los recursos privados, del tipo que fuere, deberán ponerse al
servicio de la colectividad.
Y,
políticamente, demandar comportamientos éticos, morales y de
respeto a la convivencia democrática. La familia Borbón-Parma, con
Don Carlos Javier al frente como jefe de la Dinastía, debe de
continuar siendo nuestra referencia de valores y de compromiso.
Cuando la crisis sanitaria pase, será el tiempo de exigir
responsabilidades, presentar nuestra propuestas y colaborar en la
creación de nuevos consensos verdaderamente democráticos.