sábado, 18 de abril de 2020

 PRESENTE Y FUTURO DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA


Autor: Ximo Campana

España, las Españas, tienen por delante un futuro muy gris si los dioses no lo remedian inspirando a los ciudadanos .
A estas alturas de la película no negaremos que hemos alcanzado ciertos, minúsculos, avances democráticos (aunque solo sean formales) pero seguimos arrastrando atavismos sin cuento; atavismos sociales, económicos y políticos que lastran cualquier intento de avance.

¿No tenemos otra opción que confiar -ciegamente- en las supuestas capacidades y la hipotética lucidez de unos primates políticos a la hora de plantear e implementar reajustes en el sistema?
Sinceramente, no. Han venido demostrando estar, los unos y los otros, por la implantación de un cesarismo político, primando sus intereses frente al interés común.


La única salida, para evitar ese cesarismo, está en el sellado de la brecha de desigualdad, sin menoscabo de las concretas libertades ciudadanas y sin caer, personas y partidos, en el populismo; un populismo que convierte a los ciudadanos en simples compradores de promesas electorales y carne de cañón de las ¿ideologías?

En las Españas tenemos un problema irresoluto: ¿cómo reorganizar la acción colectiva, en la búsqueda del bien común, respetando y profundizando el sistema democrático?
En Las Españas, tozudamente, hemos venido repitiendo una y otra vez esquemas del pasado. Unos esquemas que van del cesarismo hacia la oligarquía para regresar al cesarismo en un movimiento del péndulo que, en los últimos lustros, ha venido siendo dinamizado por el flujo-reflujo de las mayorías.

Democracia es gobernar, no gobernabilidad, que hay una abismal diferencia entre una u otra. La política debe ser gobernada por la voluntad popular libremente expresada. Para que esto sea posible en una sociedad tan heterogénea, y en la que la desigualdad ha alcanzado cotas insoportables, es preciso explorar nuevas fórmulas de representación que se traduzcan en herramientas y mecanismos de decisión directa.

En las Españas, cada vez que se ha hecho un intento de cambio, hemos tropezado, continuamente, con esquemas del pasado -más vale malo conocido que…- y, según estos esquemas, la democracia empieza y termina en la votación: en las convocatorias electorales, el acto electoral de acudir a las urnas es el referente único que agota todo lo demás.
Los politólogos -los dictadores del pensamiento- no paran de segregar, con una concepción minimalista, teorías y análisis sobre estereotipos: unos paradigmas que, a todas luces resultan obsoletos y caducos.

Los politólogos, siguen machacando tozudamente sobre el mismo hierro: la concepción minimalista de un liberalismo - mal entendido y peor asimilado - que considera que la democracia empieza y termina en el acto de elegir a aquellos que gobernarán, olvidando la legitimidad de ejercicio; una legitimidad que se adquiere con el cumplimiento del programa que ofertaron durante campaña electoral.

Los politólogos se justifican aduciendo que hay que descargar a la democracia de excesivas responsabilidades, que el problema del bienestar social, de redistribución de la riqueza, etc. hay que dejarlo en manos del mercado -¿político o económico?-.
Para los minimalistas políticos el asignar a la democracia la responsabilidad de solucionar todos los problemas es un exceso, y que hay que restringir toda la participación ciudadana a unas elecciones periódicas.

Nada de Estado y menos sociedad: todo en manos privadas y un Gobierno -turnante- de tecnócratas que se dedique a segregar norma tras norma reguladora, básicamente para la acción económica, obviando cualquier acción social.

Por otro lado tenemos a los partidarios de la acción directa. Para ellos la concepción liberal-minimalista lleva a una aponía: incapacidad para tomar las riendas de los problemas sociales; una incapacidad que lleva a la esterilidad y al triunfo del interés privado sobre el común.
Montesquieu: “la noción aristocrática de la democracia nos lleva a la contención del poder; un poder que tiene precedencia sobre la soberanía”.

Rousseau (¿lo subscribiría Marx?): “si la democracia no cursa hacia una modificación de la estructura se queda en simple instrumento prescindible”
Los politólogos -muy versátiles ellos -no se han dado cuenta, no se quieren dar cuenta que esa polarización no es otra cosa que el producto de un error conceptual: los problemas de la democracia representativa son mucho más profundos.

Plantean, los politólogos, una falsa disyuntiva, una falacia: democracia como aristocracia electa versus la posibilidad de una auténtica representación democrática.
La falacia, la trampa que plantean los politólogos al uso, es una falsa disyuntiva: si la democracia no es capaz de resolver los problemas de la sociedad, solo quedan dos salidas: o se hegemoniza, por medio de un cesarismo de aristocracia política –la casta-, o se deja a un lado la democracia como sistema, para implantar la autarquía tecnocrática.

Parece que hoy impera aquello que la mano negra, política y económica, siempre ha deseado. La democracia -cualquier democracia no formal- como facilitadora de aquello que demanda la sociedad no es aceptable para las élites económicas y políticas, por lo que intentarán limitar y reconvertir la democracia mediante diques de contención ante cualquier reivindicación. O lo que es lo mismo: aspiran a una democracia puramente formal.

¿Existe alternativa?

Si partimos del principio que dice que la representación es la única forma viable para construir, afianzar y consolidar la democracia como sistema en el que los ciudadanos pueden involucrarse sólo a través del voto, partiremos de una ficción, ya que existen otras formas de acción política por parte de los ciudadanos y que no pasan, precisamente, por los partidos políticos convencionales y en las que entran en juego organizaciones ciudadanas no partidistas: asociaciones profesionales, de familias, culturales, etc. como los cuerpos intermedios, la subsidiariedad, la autogestión,… que deben de tener papel predominante en la decisión política.

Nuestro sistema de participación democrática es una de las formas, no la única, de intermediación, que debe de ser rediseñada para que la influencia de los ciudadanos (individual o colectivamente) en la acción legislativo-normativa, a cualquier nivel, pueda alcanzar mayores y mejores cotas, para evitar que todo quede albur de los intereses de la aristocracia política: la partitocracia y sus aliados.
Si tenemos en cuenta la heterogeneidad social, la mejora de la calidad de la representación debe ser direccionada a una mayor participación en las políticas públicas: en los planteamientos, en la toma de decisiones, en el control, etc.

La calidad de la democracia representativa se mide por el índice de igualdad -que no igualitarismo-. Los ciudadanos deben de poder acceder, en igualdad de condiciones e inmediatamente –y sin mediación alguna-, a la res pública en cualquiera de sus niveles: las mediaciones representativas existentes deben ser repensadas explorando más allá del camino trillado de la partitocracia.

Se deben arbitrar mecanismos de rendición de cuentas, como el tradicional juicio de residencia.
Se deben mejorar los mecanismos de la iniciativa legislativa popular, eliminando toda rigidez normativa y su encorsetamiento formal que, hoy, la han hecho inoperante.

Se deben diseñar medios con los que la ciudadanía pueda ejercer un control -sin mediación partidista y, por tanto, interesada en que no exista ese control- sobre las actuaciones de la autoridad: un control efectivo sobre el cumplimiento del contrato que debería ser todo programa electoral.

Las políticas practicadas hasta la fecha no han sido direccionadas a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos -desde la salud a la educación; desde la ciencia a la tecnología e investigación…- sólo han significado un pírrico avance, y han sido utilizadas esas políticas a la mayor gloria y beneficio de unos cuantos.

El desequilibrio, producto del neo-liberalismo, se ha adueñado de todo, y los políticos han sido incapaces de fijar una agenda de futuro, ya que están más ocupados y preocupados en su presente y futuro, profesional, de cambios reales y realistas. Unos cambios de los que surjan instituciones para las que todos los ciudadanos sean lo primero. Unas instituciones dotadas de instrumentos y procedimientos eficaces y eficientes, a la hora de hacer valer los derechos civiles y sociales enmarcados en un contexto de libertades concretas.

Sin estos cambios no será posible un desarrollo social y económico sustentable y sostenible en una sociedad democrática. De democracia efectiva y no solo formal.
El régimen representativo actual, tal como está definido y diseñado en la Constitución de 1978, no es el idóneo para modificar el entramado existente ya que, aun a pesar de la formal existencia de libertades básicas y de elecciones periódicas, el sistema ha quedado bloqueado a la hora de realizar cambios redistributivos mediante políticas públicas -fiscales, educativas, laborales, sanitarias….- puesto que su diseño, elaboración y ejecución ha sido adjudicado en exclusiva a las mayorías electorales turnantes.

Las relaciones de poder, fundamentales en los órdenes social, político y económico, han permanecido y permanecen sin cambios sustanciales, porque fueron blindadas por una Constitución que se ha venido vaciando de contenido mediante una serie de leyes y normas: “ustedes hagan la ley, que yo haré los reglamentos de aplicación”.

La evolución y el desarrollo de la democracia representativa en las Españas debería haberse dotado de más contenido, de la mano de la convergencia de muy diversas ideologías. El reto que se nos plantea no es otro que la superación de los reduccionismos que sólo nos lleva a una limitación o eliminación de derechos y libertades, tan ansiada por los poderes económicos. Unos poderes muy interesados en ese reduccionismo ya que en ello va su beneficio.

Existe una necesidad perentoria de ir a una redefinición de la democracia representativa mediante un proceso constituyente.